En el mundo de los derechos humanos y el movimiento social hay unas vivencias únicas que no serían posibles sin la juntanza de varias personas con un horizonte común. Las luchas sociales y la defensa de derechos humanos son, inevitablemente, colectivas. ¿Por qué? Porque el sistema de poder -capitalista, heteropatriarcal y colonial- y la violencia sociopolítica son demasiado tenaces como para hacerles frente en soledad. En colectivo nos damos cuenta de que los impactos de la violencia son más comunes de lo que creíamos. Que lo que me pasa a mí, también le pasa a mi compañera, y eso ayuda a librarnos de culpas o malestares por el hecho de sentirnos afectadas. Y porque las violaciones a los derechos humanos contra las que luchamos tocan una fibra colectiva que va más allá del daño concreto causado: más allá del hecho victimizante, tambalean nuestro sentido de humanidad.
Muchas veces se escucha que la defensa de derechos humanos genera profundos sentimientos de soledad que son, a veces, aliviados con muestras de solidaridad, de compañerismo y alianzas. El acompañamiento psicosocial toma en consideración estas soledades, las pone en el centro, les da un marco de comprensión y trata de transformarlas. En estos contextos, la soledad se relaciona fácilmente con la desesperanza. Si me siento sola, no me veo capaz y si no me veo capaz, dejo de creer en lo que quiero conseguir. Y uno de los mayores objetivos de la violencia sociopolítica es precisamente fracturar, generar sentimientos de soledad, de incapacidad y de desesperanza. Pero ¿cómo no caer en la desesperanza? ¿cómo construir esperanzas? Esta es una de las grandes preguntas. Una posible respuesta sería: creyendo y fortaleciendo el colectivo y los procesos, para que estos nos equilibren un poco el sentido de humanidad que se nos tambalea.
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